El duro y
frío suelo de mármol rozaba mi maltrecha piel haciendo que a mi cuerpo le
recorriese un escalofrío.
Sentía como
las lágrimas se resbalaban por mi mejilla al compás de mis sollozos.
La sangre de
color apagado marcaba mi cuerpo como un cuadro hecho por un niño pequeño.
Abracé mi
cuerpo buscando algo de calor proveniente de mis brazos.
Nunca
imaginé que aquello pudiera sucederme a mí.
Solo soy una
mujer. Solo una más.
Sin embargo,
me habían sucedido más cosas que a cualquier otra mujer.
Muchas más
cosas que cualquiera de las que conozco. O quizás no. Quizás solo soy una mujer
más a la que le pasa esto.
Dejé que mis
ojos se cerrasen lentamente y apoyé mi dolorida cabeza contra la pared.
Habían
pasado tantas cosas…
Mi mente era
un torbellino de pensamientos y recuerdos. Demasiados recuerdos que poner en
orden.
Suspiré
suavemente.
¿Cómo empezó
todo?
Probablemente
tendría que haber dudado desde un principio.
Pero el amor
ciega, incluso hasta el último momento.
Incluso
ahora, sigo enamorada.
A pesar de
que mi vida haya sido destruida, le sigo amando.
Va más allá
de como me trate o cuanto me grite.
Yo le amo
locamente. Y parece que el a mí ya no.
Digamos… que
al principio éramos felices. Muy felices. Teníamos nuestra nube particular, de
la que nada ni nadie nos bajaba. Teníamos nuestros secretos, solo de dos.
Teníamos nuestros momentos, nuestras bromas, nuestras sonrisas, nuestros
abrazos, nuestros besos… Teníamos muchas cosas. No necesitábamos nada más que
el uno al otro. Nada más que el roce de nuestra piel, que una tarde dando una
vuelta o un abrazo sin palabras. Teníamos nuestros chistes, nuestros apodos,
nuestras tonterías…
Estábamos en
un sueño. En un mundo de color rosa. Quizás distanciados a veces, pero
reconfortados por la voz del otro.
Suspiré otra
vez, esta vez más profundamente, con nostalgia.
Era todo
perfecto. Inmejorable.
Después de
varios años de relación, nos casamos.
Fue el día
más feliz de mi vida. Recuerdo que mi madre me aseguró que preveía que aquel
muchacho era un muy buen partido. Y yo la creía. Estaba segura de ello.
Estaba
guapísimo con su traje de novio. Recuerdo cada mínimo detalle, e incluso, el
nombre del cura que nos casó.
Después de
la boda, vino la luna de miel, la busca
de un piso, de un trabajo…
Decidimos
ser una pareja como las de antes. Él se ocupaba en traer el dinero a casa y yo
me ocupaba de la casa.
Al principio
no estaba de acuerdo. Me daba rabia haber estudiado tantos años de carrera para
no trabajar en nada.
Pero el me
aseguró que conseguiría todo el dinero que hiciera falta, que me trataría como
a una auténtica princesa. ¿Cómo iba a negarme a eso? Acepté, claro que acepte.
Encontró un
trabajo en una gran empresa. Nunca me enteré de que era, pero lo que realmente
importaba es que traía dinero a casa. Mucho dinero.
O lo que yo
consideraba que era mucho dinero.
Poco a poco,
fue pasando el tiempo.
Seguíamos
enamorados como al principio, pero ahora, teníamos menos tiempo para vernos.
¿Pero que
más daba mientras que nos quisiéramos?
Al cabo de
unos meses de muy duro esfuerzo, le ascendieron.
Recuerdo
como chispeaban sus ojos al darme la noticia. Tenía todo lo que quería e iba
consiguiendo cada vez más dinero.
¿Acaso vivía
yo como una princesa? si. Pero mi príncipe cada vez estaba más distanciado.
Cada vez
tenía menos tiempo.
Siempre
estaba paseándose con un montón de folios en una mano y su móvil en la otra,
casi siempre atendiendo alguna llamada importante.
Conseguía
escaparse algún rato y darme un montón de besos y abrazos, susurrándome lo
feliz que era con aquella vida.
Y yo era
feliz con su felicidad. Yo me había acostumbrado a aquella vida de ama de casa
y me había hecho amigas con las que cotilleaba sobre cualquier tema banal, y
con las que me distraía cuando no estaba él, ni tenía nada que hacer en la
casa.
Unos años
después, un puesto de trabajo de un
superior de él quedó libre. El jefe decidió dárselo.
La vacante
era de secretario del jefe.
A partir de
ese momento, el único contacto que tenía con él, eran los saludos matinales y
los buenas noches al acostarse.
Los fines de
semana, los pasaba en su escritorio adelantando trabajo para el lunes, para la
semana siguiente o, quien sabe, para el mes de después.
A pesar de
mis intentos por sacarle de su escritorio algún que otro fin de semana, siempre
me respondía que no podría, que en cuanto acabase el trabajo saldría. No lo
hizo ni una vez.
Así que me
limité a soportarlo, a vivir con esa vana esperanza de que acabara pronto con
ese trabajo y me dedicara algo de tiempo.
Me agarré a ese resquicio de esperanza, como a un clavo ardiente. No
quería plantearme la idea de dejarle, por mucho que doliese la idea de vivir
con una persona con la cual ni cruzaba palabra.
El tiempo
fue pasando. Las lágrimas las derramaba en la almohada. Lágrimas de cuando
sabes que no funciona. Cuando sabes que la relación cae en picado. Y que hagas
lo que hagas, no va a cambiar. No si él no pone de su parte. Y en mi caso, no
lo hacia.
¿Tendría que
haber hablado con él? Lo hice. Lo intenté, más bien, pero el evitaba el tema,
diciendo que yo era mucho más feliz cuanto más dinero consiguiera el.
Pasaron dos,
tres, cuatro y hasta seis años con esa rutina.
En esos
años, tuve muchas discusiones con él.
Empezó a
volver muy tarde del trabajo. Demasiado tarde.
Empecé a
preguntarle por extrañas disminuciones del dinero en la cuenta común.
Le pedí
explicaciones por la marca de carmín en el cuello. Siempre recordaré ese carmín. En una zona
demasiado personal como para que fuese un saludo y de un color demasiado rojo,
demasiado artificial.
Él siempre
me respondía con evasivas y huía a su escritorio, a encerrarse en sus archivos
y olvidarse de que tenía a una mujer ávida de respuestas.
Y un día… un
día sucedió.
Empezó todo.
No recuerdo
muy bien como fue. Creo que había tenido un mal día en el trabajo. Que su jefe
le había gritado y le había llamado inútil. Creo que estaba bastante alterado
al llegar a casa.
Me dio algo
de miedo verle así. Estaba demasiado estresado y hacia noches que no dormía.
Se fue
directamente a su escritorio.
Mientras, yo
saqué los platos para poner la mesa.
Lo recuerdo
todo como a cámara lenta.
Mis dedos se
resbalaron y los platos cayeron al suelo. Error fatal. Todos se rompieron
haciendo un ruido terrible.
Me agaché
para recoger los cristales, sin saber muy bien por donde empezar, debido al
destrozo.
Él salió de
su despacho a toda prisa, con la cara roja de rabia y pegando gritos a diestro
y siniestro. Me vio en el suelo recogiendo los trozos. Soltó una palabrota y
antes de que tuviese tiempo de reaccionar, su mano golpeó mi mejilla con tal
fuerza que me resbalé y me caí encima de los trozos de cristal.
La rabia se
tornó al segundo en preocupación. No quería hacerme tanto daño.
Mi sangre
empezó a salir lentamente de los cortes. Dolía a horrores. Cada centímetro de
mi piel estaba cubierta por minúsculos cristales. No podía levantarme sin
clavármelos aún más. Solté un grito lastimoso y mire con temor a mi marido.
¿Qué acababa de hacer? ¿Por qué dolía tanto? ¿Por qué no me ayudaba?
Me retorcía
del dolor.
Levanté mi
cuerpo con cuidado, mientras el seguía quieto, de piedra, intentando asimilar
lo sucedido.
Durante lo
que a mi me parecieron horas, se quedó así. Sin mover un ápice aun viendo mi
rostro marcado por el dolor, la sangre recorriendo por mis brazos y piernas y
las lágrimas a punto de aflorar.
Me dirigí lo
mejor que pude al baño.
Y entonces
él despertó de su letargo. Me ayudó a llegar al baño. Me ayudó a limpiar mis
heridas.
Todo en
silencio. Hasta que acabe de vendar la última herida.
Entonces
habló. Me pidió perdón un millón de veces. Empezó a sollozar. Me besó
tiernamente. Me dijo que me quería y que lo sentía mucho.
Yo acepte
sus disculpas. Me creí que había sido solo un error. Pero seguía manteniendo
distancias con él, intentando poner en orden mis sentimientos e ignorando el
fuerte dolor de los cortes.
El insistía
en que había sido un error. Pero no se me olvidaba la dura mirada que me había echado
al golpearme.
Le creí,
pero seguí teniéndole miedo en el fondo.
Temblaba por
el miedo de que todos esos días perfectos tuvieran su fin.
Y aunque no
quería admitirlo, temblaba porque sabía que era la primera vez de una larga
serie de abusos.
Y él no me
hizo pensar lo contrario.
La segunda
vez… creo que fue unos meses después.
Recuerdo
perfectamente que era porque me negué a acompañarle a una especie de boda, o...
quizás fue porque no quería tener sexo con el aquella noche.
Me volvió a
golpear.
Una y otra
vez.
No se
cuantas veces me pegó. Tampoco recuerdo porque.
Pero si
recuerdo como poco a poco me fui encerrando en mi misma. Buscando consuelo en
mi perdida mente. Y, también poco a poco, deje de encontrar ese consuelo.
Acabé creyéndome
todo lo que me dijo. Acabé por pensar que me lo merecía.
Las heridas
duelen, pero duelen más cuando te las hace alguien a quien quieres y cuando
sabes que no te queda otra que soportarlo...
Vivía entre
la oscuridad, con una espesa niebla que me impedía ver el sol por el día y las
estrellas por la noche, ni tan siquiera un cacho del cielo.
Olvidé lo
que era la belleza de una sonrisa, la musicalidad de una risa y el calor de un
abrazo. Olvidé todo aquello bueno que alguna vez tuve. Dejé de añorar los
momentos buenos. Dolía demasiado hacerlo.
Todas las
noches tenía pesadillas. Pesadillas que me hacían gritar. Gritos que me hacían
recibir golpes. Golpes que me hacían llorar.
Pasaba los
días temblorosa intentando esconder los moratones con espesas capas de maquillaje.
Intentaba seguir
con mi rutina a pesar de que no conseguía concentrarme en nada.
Intentaba gritarle
al cielo mi situación, esperaba una salida. Nunca llegó. Aún la sigo esperando.
Todo ha
seguido así desde entonces. Nada ha cambiado, excepto la fuerza con la que me
golpea. Todo sigue igual.
Las lágrimas
resbalaban por mi rostro. Era duro recordarlo todo otra vez. Doloroso como
abrir una herida en proceso de cicatrizar. Haciendo que sangre más. Intentando limpiarla
inútilmente, pero sin conseguirlo. Porque careces de medios.
Doloroso como
recordar la muerte de alguien cercano o como descubrir un engaño.
Él no me ha
dejado. Pero es peor que sin lo hubiera hecho. Duele más.
Soplo entre
mis manos para entrar en calor y contemplo a mí alrededor. Las sábanas
removidas, el jarrón en el suelo, el agua sucia esparciéndose lenta y
silenciosamente por el suelo, las flores pisoteadas y marchitas, la sangre
mezclándose con el agua, la puerta entreabierta, los muebles destrozados, las
cortinas arrancadas de cuajo…
Todo dejaba
a ver lo que acababa de suceder. Todo dejaba ver el arrebato furioso que el
acababa de tener.
Abracé aún
más fuerte mi cuerpo. Sus gritos furiosos resonaban en mi cabeza todavía. Cada golpe,
me dolía.
Dejé de
sollozar para intentar oírle.
La puerta de
la cocina se abrió de golpe.
Uno de los
armaritos rechinó.
Él cogió algo.
Cerré con
fuerza los ojos. Ignoré lo que me gritó mi instinto. No iba a huir, no tenía
porque. Él no era capaz. No podía ser.
Cerré los
puños mientras escuchaba sus pasos resonando con fuerza en mi cabeza. Venía hacia
la habitación.
Derramé las
últimas lágrimas antes de secarme el rostro.
Intenté controlar
el temblor de mi cuerpo.
No iba a
pasar nada, a lo mejor iba a pedirme perdón. A lo mejor se arrepentía realmente.
Un destello
de esperanza cruzó mi mirada.
Le sigo
amando a pesar de todo.
No intentéis
que cambie de opinión.
Y si hace
algo, ¿qué? Me lo merezco
¿O no?
En memoria a todas las personas que han pasado por lo mismo y animando a los que viven en situaciones parecidas a salir de ellas. Tú vales mucho más que eso. No te lo mereces. Córtalo de raíz. Hazlo mientras puedas. Seas hombre o mujer. Si te pegan, denúnciales.
NO AL MALTRATO.