El
hambre azotaba las tripas de aquellas pobres personas. No tenían comida
con la cual alimentarse y subsistían día a día a base de duros trozos de
pan. Las noches se hacían largas y duras, porque los gritos de sus
doloridos estómagos los mantenían en vela. Uno pensaría que tras varias
semanas con tan pobre sustento, el cuerpo acabaría adaptándose a las
circunstancias, sin embargo, no pasaba día en el que soñasen con algo
que llevarse a la boca, fuese un suculento cocido o una barra entera de
aquel pan que se repartía entre los soldados que paseaban de vez en
cuando por aquellas calles.
Tras ese hambre, siempre venía la
enfermedad. Casi nadie aguantaba demasiado tiempo en esas
circunstancias. Los primeros en caer siempre eran los más pequeños, que
se hacían un ovillo mientras sollozaban- unos más alto que otros-
pidiéndole a todo el mundo que calmaran aquel dolor, y los ancianos, con
su anciana y triste mirada perdida, hablando, entre estornudo y
estornudo, de una infancia feliz, en la que un catarro se curaba con
algo de jarabe, mantas bajo las que esconderse y mucho amor materno.
Sin
embargo, antes o después, todos ellos acababan muriendo. Tras muchos
días de dura lucha contra lo inevitable, las almas abandonaban aquellos
flácidos cuerpos dejándolos para los gusanos y los pájaros, y llenando
las calles de un olor a putrefacción. ¿Qué clase de final es aquel en el
que, las madres, en vez de llorar por la pérdida de sus hijos, se
alegran porque tendrán más alimento y espacio para dormir?
La
guerra, al fin y al cabo, puede ser alegre para los que ganan, fiera
para los que la luchan, y triste para los vencidos. Pero para aquellos
que lo pierden todo por tener la mala suerte de encontrarse en el paso
de los dos ejércitos, para ellos solo queda el hambre, la enfermedad, y
por último, la muerte.